Es el amanecer un agua clara en mi vientre.
El cielo sin párpados y la virtud tan negra como la noche.
Al principio solo hay signos dóciles como relámpagos que lloran.
Te cubren, te animan hacia la vida, un color amable
que se adensa igual
que humo.
Me pueden y me rozan las palabras infantiles
en las que hallé un sol diminuto, una deidad perdida.
En ti llovía, y al mirarte, enormes pájaros de incendio
poblaban las noches con su sed
-es el delirio me dije, la fiebre dulce
del ansia-.
¿Por qué, sin querer, la herida de los trenes?
Una ruta es un deseo o un barco en el que viajan
los pasajeros que mienten,
se mienten ya que son viaje, desnudez, anhelo de futuro.
Mis ojos transitan un paraíso alucinado,
nada encuentra una razón, en el crepúsculo las horas azules
cubren mi cuerpo estéril.
Tengo sesenta años de fuga,
el cansancio aterriza en mi espalda como un fardo de plomo.
Cae la luz en la tarde de junio,
yo quisiera que unas alas de sangre enterraran mi ayer
y que mi memoria fuera un aullido breve en la infinitud del tiempo.
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