La primera ciudad, la del encuentro y la luz.
Sus plazas
ornamento de una historia
cuyo inicio no muere. En el hambre
de los pisos el deseo es fragua y nunca ceniza.
Buscar los lugares solitarios,
la canción inhóspita de las olas,
la lentitud de las calles en un sorbo de anhelo.
Ya vuelve el sigilo del faro,
es la urgencia del misterio,
la primera vez que los labios rozan el sudor de tu pecho,
la segunda vez que al aire proclama la densidad
de una piel que se refugia en mi iris.
Esta noche los pájaros no saben cantar,
en el cielo las sombras son fugaces
igual que norias desprendidas de su eje;
las palabras llegan como murmullo
y el tacto es un dios que recorre las axilas de la virtud,
la humedad ágil que surge de la música.
Acostumbrada a mis dedos que juegan,
al sabor amargo del cigarrillo,
a la copa caliente de una ginebra agotada,
a responder a la lluvia con lágrimas secas,
ya no existe la excusa
ni la mentira en tu voz.
Ven junto a mí y atisba el galope infinito de las gárgolas,
pronto el agua que no es agua poblará tu vientre.
Soñemos que, en nosotros, vive eterna
la luz.
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