Debajo del linóleo hay una historia de mármol.
Rebotan las puertas al cerrarse,
el olor de las paredes es un húmedo vapor de almas,
los ascensores transitan con cabeceos de bestia,
los ancianos apenas se arrastran,
atados a sus guiadores como a un mito infausto.
He contado siete perros-uno o dos orinan regularmente
en los descansillos o en el suelo del ascensor-
ninguno de los cuales pertenece al transexual del tercero.
El bulldog de mi vecino tose, bufa, respira roncamente
con eterna regularidad. Me siento extraño aquí,
en este añoso edificio, donde las obras se suceden
como un ritual y el ruido es una especie de disparatada música,
chillido de sierras, crepitar de taladros, golpes de martillo,
tarareos de reguetón. Sé que la calle está debajo,
sé que el fluido de la gente es un cardumen sin paz,
así lo intuyo desde mi ventana,
esta ventana que nunca abro ni cierro.
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