Es la primera vez que nuestros cuerpos se reconocen.
Tu mediodía roza el perfil de la llegada,
te reflejas en un cristal de nieve,
en las pirámides del color los comercios anuncian su deriva,
su azul ceniza de ojos danzantes
como un latido de felinos en la selva cotidiana.
Desde el cenit del trasluz
los transeúntes exhiben horarios eternos,
susurros sin piedad,
flores que brotan de un tranvía herido.
He buscado en mis bolsillos los címbalos del hambre,
hay rizos que pusiste en el balcón como señuelo de virtud
o falso tótem de astucia.
Es de noche en la semilla, el deseo sobrevive,
anticipa el sudor de la diadema,
el calambre del anillo,
la marca del inútil bronceado.
Detrás de la luna que carcome los visillos,
al vencer la aurora la idolatría del reloj,
tú y yo hablamos como dos siameses ante un espejo oscuro.
Ya sabíamos, entonces, que los jeroglíficos no resuelven la vida.
Recorrer los pantanos de tu piel y descubrir la memoria del oasis
en los iris que ocultas.
Ha sido noviembre un candil irreal,
llueve sobre las losas que una vez pisaste,
por un segundo miles de islas pueblan tu mirada,
dibujar los silencios tras la fiel arquitectura del humo,
descubrir bajo la pátina del frío
un resplandor que no nacerá
pero que, tampoco, ha muerto.
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