¿En cuántos territorios vive todavía el ángel que fui?
Hay un sonido de playa que se posa en mi garganta,
y rictus de mar en la comisura del aire.
Un sol, un cáliz, una primavera y su fiebre
eligen el lado oscuro de la similitud.
Han nacido grillos con un solo ojo
que no frotan sus lánguidos apéndices en el amor de la canícula,
verso limpio que calla y reconoce las grietas múltiples
del cansancio y de la senda,
el orgullo de amanecer apátridas en un hostal mísero.
No importó la luz ni la memoria,
cada inútil vocablo pronunciaba la sed de la idolatría
-juegos en el dorso, columpios y balancines
acariciando el vientre de las estatuas,
la carne cercana que sufre la mordida del fracaso-.
La duda del color, tu iris que no es el mío,
el pasado en tu pecho que desconoce el cauce,
las sombras como un abrazo de multitud
sobre los neones sin fuerza.
Descubres tu suerte leyendo un horóscopo que nadie escribió,
sortilegios en mis bolsillos
al escribirte párpados que no sueñan.
Hay algo en el frenesí de los toboganes,
su caída rota, el grito infantil,
la áspera arena,
los mosquitos acechando como antílopes azules.
Por última vez recuerdo el ancla de los relojes,
la navidad que maldecimos,
el café amargo de la despedida,
los círculos rojos que mojan un mantel gris.
Festival del adiós que invade la locura de los labios,
el gesto cansado de las cenizas
tras la hoguera.
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