Ayer me acordé de un recuerdo y un nombre.
Eras tú la legítima astucia de los viernes,
el calendario fijado en mi piel,
dormido como un duende.
Solo tenía veinte años de miedo y rencor,
es posible que los globos que en el cenit se columpian
me prestaran el adagio, el dulce enigma de un canto.
Te respondí con mis alas alzadas,
quise una voz en el jardín agreste de la duda.
En la infinidad de la noche tu cuerpo y el mío
bebieron el elixir dulce del frenesí. Y ya no hubo orillas,
el magma poso su silencio en los intersticios de un horario,
rutas invisibles, credos en playas olvidadas,
rompientes bajo el surco de un agua suicida. Ahora
los labios son de mármol y un sonido de espejos rotos
reverbera con su elipse de islas y su cuadrante de singladuras sin mar.
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