Todas las calles relampaguean de humo.
A tu lado no puedo ver los pájaros
que siembran de cláxones las aceras.
Subo o regreso al parque habitado por los niños,
los saltimbanquis, las estrafalarias máscaras
de la pantomima.
Es un día de magulladuras invisibles,
de sombras alargadas como un ciprés encinto.
Me gusta descubrir el delirio sin identidad
de los cuerpos pasajeros,
los cruces ausentes de horizonte,
el asfalto gris de la desesperanza.
Una moneda, señor, para que mi hija pueda comer.
El túnel o pasadizo con hombres y mujeres sin alma,
desnudos por dentro como una fotografía inversa.
Despedazado el aire cae igual que llovizna de azufre
o gas inhóspito sobre los labios hirsutos.
Empiezan a brillar los rótulos en esta ciudad de fantasía,
putas de maquillaje barato,
ajadas antes de que su edad sea su edad,
fuman Chesterfield, exhiben sus belfos leporinos de color sangre
como tótems de algún paraíso lejano.
Es la comunidad y el abrigo,
el necesario sudor de la multitud.
Los perros son perros, los gatos no son gatos
sino brujas negras que miran sin fe
desde los alféizares.
Y yo, qué soy yo en este exilio,
en esta extrañeza que me hostiga.
Imagino la luna en el hueco que dejan los tejados,
siempre retorno a las plazas,
a dar vueltas hasta sentir el arrullo de la música febril
que gorjean las palomas
o quizá el canto de los últimos juglares
en las esquinas meadas por la desgracia.
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