Hay un orden que no quiero, en mi displicencia,
en la costumbre de no ser yo cuando me dibujo
en los espejos de la edad. Aquel niño murmuraba
algo: la impaciencia del futuro, su cuerpo como
la alegría de los pájaros imberbes, los estallidos sobre
los alambres de la vida tan febriles en su risa. A otro
verás al huir la luz en la caída de los trenes sin ayer
cuando los vagones son el misterio de un soliloquio
o la verdadera quietud de los que no saben morir.
Si en los ojos de lo que fui un párpado venciera
al fatuo gesto de la nada mil caracoles me arrullarían
unánimes. No existe otra huella que el amor del prójimo,
cálida, entretejida en mi yo como una identidad perpetua
donde viven las luces irreales del silencio.
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