lunes, 3 de agosto de 2015
Oda a las ciudades
Las ciudades se viven como se vive la luz.
De nuevo su piel, sus piedras impertérritas,
la magia de sus parques, el río o el mar
casi inútiles.
Y los rostros que no hablan
o el ajetreo tan invulnerable de los mercados
o la espaciosa cadencia de los vehículos
que surcan sin fe
su rumbo de autómatas.
Y el calor de las tardes de septiembre,
los balcones abiertos a la brisa,
el olor de la dársena
completamente azul.
Las ciudades escriben un nombre
en las paredes del aire,
callan como alcahuetas
cuando los cuerpos vuelven
a su vientre inmortal.
Las ciudades también se viven como ecos de la memoria
sin responder a las verdades del tránsito,
a su cruel imposición de raíces que mueren,
a su contemporánea virtud
de modernidad deshojada.
Todas las ciudades son una en mí,
porque en la curva de la edad
mil imagenes de resplandor se confunden
y todos los ríos son el mismo río,
todos los cielos el mismo cristal,
todas las calles
la misma vena
que fluye.
No hay retorno sin heridas
que reconstruyan la luz de las historias mínimas.
Mi pasión no es el olvido,
mi pasión cultiva fantasmas
que a menudo son mi sombra.
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