miércoles, 10 de diciembre de 2025

Año 1.976

 

En mi mundo sonaban aún los clarines de la infancia.


Lluvia que buscó en mi nombre un aljibe de blancura,

en mi cuerpo de leve tallo un desdoblarse de ramas

que dio sombra a un futuro de sed inédita

y mujeres en flor.


Aprendí un idioma de coral y anémonas,

sin la música de la tradición, sin la palabra hostil

que anunciara un orden de lirios rotos

en la pradera de mis sueños.


Nació el frenesí que en los labios no supo elegir

entre los abriles el más cálido, ni entre el aire de las respiraciones

el mismo aliento, única fe de mi juventud, único ardid de mi aprendizaje.


Qué desnudez vestía el arpegio que cantaba noche

bajo las molduras de cristal, los espejos que no me reflejaron

pues el humo robaba a mi perfil su constancia de disfraz nítido,

su inútil transformación en árbol más allá del bosque común.


Me vi gris, no de ceniza, gris de nube que ensombreciera los ojos amantes.


Me vi manantial de agua nueva, me vi en los patios con el rubio cáliz

del azar entre las manos, me vi armonía que desfila por los surcos del silencio

con el abrazo irreal de los otros

en fraterno desliz.


Era de calor y de frio, de lluvia ardorosa, de noche y de día

el cúmulo que una vez azotó a la luz que dejó de ser oscura

cuando abrí las compuertas

por donde fluyó la corriente

de mi recién estrenada

libertad.



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