En mi mundo sonaban aún los clarines de la infancia.
Lluvia que buscó en mi nombre un aljibe de blancura,
en mi cuerpo de leve tallo un desdoblarse de ramas
que dio sombra a un futuro de sed inédita
y mujeres en flor.
Aprendí un idioma de coral y anémonas,
sin la música de la tradición, sin la palabra hostil
que anunciara un orden de lirios rotos
en la pradera de mis sueños.
Nació el frenesí que en los labios no supo elegir
entre los abriles el más cálido, ni entre el aire de las respiraciones
el mismo aliento, única fe de mi juventud, único ardid de mi aprendizaje.
Qué desnudez vestía el arpegio que cantaba noche
bajo las molduras de cristal, los espejos que no me reflejaron
pues el humo robaba a mi perfil su constancia de disfraz nítido,
su inútil transformación en árbol más allá del bosque común.
Me vi gris, no de ceniza, gris de nube que ensombreciera los ojos amantes.
Me vi manantial de agua nueva, me vi en los patios con el rubio cáliz
del azar entre las manos, me vi armonía que desfila por los surcos del silencio
con el abrazo irreal de los otros
en fraterno desliz.
Era de calor y de frio, de lluvia ardorosa, de noche y de día
el cúmulo que una vez azotó a la luz que dejó de ser oscura
cuando abrí las compuertas
por donde fluyó la corriente
de mi recién estrenada
libertad.
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