Por una vez quiero hablarte como me hablo a mí.
Nunca lo dije en alto,
jamás en mis labios hubo la necesaria ternura,
aunque sentí la gratitud no conseguí expresarla,
había un amor tibio de gestos retraídos,
una continencia que no avivaba la llama,
solo ascuas que remover con los ojos cerrados
y la costumbre vieja de los abatidos.
Pero hoy te habla mi corazón y no quiero olvidarlo.
Un día hallé tu cuerpo en la negrura, un cuerpo de luz
que me habitó sin que tú lo supieras.
Hay ríos que viajan paralelos,
otros se asocian para engrandecer su cauce,
así yo contigo, abriendo caminos por los que fluir
en este mundo de sombras.
Pero un destino común no siempre es un árbol que florece,
existe el absurdo sentido de la posesión,
el ideal que se resiste a morir,
un egoísmo que gangrena el cariño
y estalla en la podredumbre del resentimiento.
Se emponzoña el río, muere el árbol sin el agua del amor,
el hijo divide cuando debería unir los afectos,
la vida entonces descarrila y nuestro tren se queda parado
entre los ecos de un ayer oculto.
Sin embargo, tú sabes, como yo, que los ríos sobreviven
al vertido del desamor, que los árboles solo necesitan
agua nueva para florecer, que el hijo es el fruto
de nuestras vivencias más felices.
Por eso, déjame que te hable como ahora me estoy hablando a mí
y que diga, una vez más, esa palabra que nunca debió caer en el olvido,
esa palabra que es tu nombre, amor mío.
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