Hay un retorno de intersticios a tu nombre,
máscaras que brotan desde el silencio de las edades,
un eclipse blanco en las manos que suceden en los inviernos
como flores de luz bajo las espigas yertas.
A lo mejor los cuervos crecen en las cocinas rojas
y el niño asusta a los murciélagos desde su camastro de metal,
es posible que la mandrágora llore si la luna no viaja de sur a sur,
tal vez en los alambres escondidos mueran todos los pájaros
que han perdido su alma, guiñol absurdo del teatro de la vida.
Quizá el amanecer nos deslumbre con un oro de playas vírgenes,
oro de arena dócil, oro de reloj que vierte su aliento en las sentinas del azar
y almacena los rubís del futuro, la mirada que copula con el trino del ruiseñor,
el lánguido esqueje que nace de una pregunta sin interrogación,
vacía como un cilindro que nadara en la remota epifanía de un océano.
Yo vi los ojos de la golondrina -granos de café-
atisbar la noche como coral encendido,
vi colmenas de insectos sin reina
volverse locos tras el frenesí de la anarquía,
vi el corredor azabache donde los espíritus pasean,
completamente ciegos.
Aún así, creedme, si os aseguro
que la luz perdura dentro de la sombra como una llama angelical.
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