Yo no sé por qué al verte me crecieron pájaros en los hombros,
nunca supe el origen de esta hiel convertida en ámbar,
ni oí el soliloquio del ciprés
cuando pasabas, núbil.
Yo solo quería una prímula sin voz en mis costillas,
un carámbano en mi desierto, el diluvio breve de un cirro de oro.
Perseguir tu sombra de abril junto a los cristales de un vitral,
morir en los charcos como un espejismo,
ser rama de un árbol de hielo
en la tórrida herrumbre de la luz.
El azar es un jinete blanco,
una nebulosa de hojarasca
que se confunde con el eco de la lombriz;
el azar también es un lince sin cordura,
un dragón abstracto,
una bujía que parpadea en el atardecer del tiempo.
Te busco en los horarios de las golondrinas
que cruzan la lejanía, en el rayo perdido de la noche,
en el comodín de una baraja sin rey,
en el espejo que al trasluz se agrieta.
Te busco y no me doy cuenta de que siempre has estado aquí.
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