Este rayo y esta nube, la virtud de la sangre
y el sordo martirio del latido, la luz en un rosal,
el movimiento intangible de las alas, lo humano
que llora, las palabras como signos de infancia,
telarañas curvilíneas, joyas cuyo engarce crea el sentir,
párpados que abrasan las columnas viejas,
tantas vías de amor en la oruga de los espejos;
porque has llegado como una noria en el trampolín
elíptico, igual que la pregunta entre las ubres, igual
que el clamor de las charcas cuando titila la noche.
Caderas perdidas en el rebumbio de las esquinas,
el tráfico mancha las hojas de acanto, los príncipes
azules ya son mar, tritones del ensueño, cálidas
palmeras, la miel del dátil cae como lágrima de oro
en tu nombre. Sorprendida del viento en la playa
te has refugiado en el jardín prohibido, el que imaginaste
en tu rincón de amapolas sin púrpura. Sabes del rumor
que los pájaros anuncian con sinfonía de plata,
son cadáveres los mosquitos bravíos, cuando tu abril
enmascara mi abril dos jaguares se destrozan en la oquedad
para que la luna exhiba su jauría. Al volver al pedestal
que dejaste, las estatuas moverán el pulso de su abrigo,
solo los pliegues, los caballos, el dedo firme de un prócer;
pero no mires a su ardid de marioneta ni a los gorriones
que el insomnio atrae como el hierro atrae a la lid.
Yo soy este silencio que ronronea, el odre de basalto
en el que los campanarios revientan su metal,
la esponja que asume la humedad de tu sexo,
fácil mandrágora del suburbio. Perdóname,
a veces un desliz es una golondrina que huye,
si yo interpreto a tu ángel con las rodillas descarnadas
será desde el pálpito inocente de una raíz bajo la nieve.
Para mí solo existe aquel tiempo en que el orden era una
ciudad marina, la mirada una derrota dulce, lo que no dije
un suvenir perdido en la memoria; algo así como el epitafio
que yo viera en el trasluz de tus ojos antes de conocer el exilio.
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