Miércoles, 15 de abril
cuando en la radio de Rosa
suena el ángelus.
Mediodía, tan lleno de luz,
los ventanales,
traslúcidos,
son como acuarios
de claridad.
En mi mano un libro de Bataille
- me atrae su mística,
el ausentarse de la piel
para recorrer los submundos del alma-,
lo compré el lunes
en una librería de viejo,
sin saber
qué
encontraría
entre sus páginas.
A la habitación llegan todos los sonidos de la calle:
el tráfico,
voces de amigos que se saludan,
un claxon,
el grito de una madre que riñe a su hija.
Es tan cotidiano
este día de abril
en
que
la
lluvia
por, una vez, se ausenta.
El cielo, intensamente azul,
un perfume de magnolio
-tenue, sutil-
entra por la ventana
desde el jardín de Paula.
Hoy que no he querido ir a la facultad,
no sé si por cansancio,
rebelión
o quién sabe,
lo último que esperaba era ver a mi cuñado.
El timbre,
estridente como un chirriar de uñas en el cristal,
rompió la monotonía de la mañana.
“Hola, Ramón”
-dijo Uxío-.
¿Qué haces tú aquí”
-le respondo-.
“Tu hermana está abajo en el coche,
nos vamos a Coruña, hay malas noticias”
“A qué te refieres”- le inquiero.
“Ya te lo dirá ella”.
Me vestí todo lo rápido que pude y bajamos.
“Papá tiene cáncer”– dijo, Elena, entre sollozos-.
No sabía
que en ese momento
el mundo cambiaría para mí.
A los dieciocho años,
estudiante,
un niño aún en muchas cosas,
debía enfrentarme a la vida,
madurar,
ser un hombre
ya para siempre.
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