lunes, 15 de junio de 2020

Habitación de hotel para un pájaro perdido

Ángeles de agua es lo que veo.

Y una sombra con valijas,
y mi yo en el cristal
de la perfumería.

En esta vieja ciudad los arcos aman la lluvia,
me deslizo lo mismo que un ave gris
entre el moho
y siento la luz fatigada de este hotel
como una perplejidad,
un sortilegio de telarañas,
un mosaico de párpados encendidos,
la gruta mineral de los sueños.

El hombre maduro,
el joven,
el niño
que fue gorrión de plazas vacías,
planea frágil
bajo las molduras
de otra época.

El ujier.

Qué botones de oro
y qué chalina
en el chaleco blanquiverde,
un ademán de duermevela
asoma tras su corazón de bienvenida.

Hay misterio en esta luz de ópalo,
desnudez arcaica,
plafones en los techos
y un vitral blanquecino
que se parece mucho
al rocío helado.

Este será mi hogar de ruidos
sin altavoz- cacofonías ambulantes
como sonsonetes de gong,
nítidos espejos donde nadie se refleja-
la soledad cruje en las ventanas,
el color activa los sentidos
porque ha cromado batallas,
románticos elogios
o nubes en las mejillas de la dama alegre.

Hotel dormido en sus columnas,
tú quieres para mí el arpegio de un piano
pero mi música es la noche,
los eclipses y el rumor de los fonógrafos
antiguos.

Mi habitación yace entre muebles raídos,
con ventolera en los quicios
y un asomo de fantasmas
que lloraron por un futuro
incomprensible
de cohetes lunares.

Lo peor es ser un extranjero de tu propio destino,
el alba me susurra que vendrá el día
en que las cigüeñas se alejen
y llegará el verano
con solsticio
y piel dorada.

Alas mías,
dadme una ruta o un dédalo,
una isla o un confín,
que sea mi faro esa sola palabra
que a menudo me digo
con nostalgia,
la palabra
dicha.

Que no está aquí
sino muy lejos,
en el mar,
en el océano,
en tu rostro
que yo aún no sé
lo que de mí espera.

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