A mi hermana
Es posible que tus rasgos, líneas horizontales,
músculos que se alejan, la mirada prendida
en un acertijo imposible
nunca callen.
Yo era un niño y tú un látigo,
humo bajo la mesa redonda,
unas cortinas de fieltro abrazándonos
y el secreto inamovible de la confidencia
- Moncho ya eres un animal salvaje
que otea en el pasillo la incertidumbre de un teléfono-
cuál era el código y cuál la prueba iniciática,
solo la imaginación y el tiovivo de la infancia
son capaces de poblar la luna.
Siempre tuviste fe y un corazón de tizones blancos,
el orgullo en la mitad de la estirpe
devuelve hojas de un árbol que nadie ve,
nidos sin pájaros, aire frío en la conciencia.
¿Fue así que te crecieron alas
y una voz de fuego te vistió los labios
de mensajes utópicos o rosas en un desierto fugaz?
La melancolía es una hierba que atenaza la piel,
es posible que en las ciudades del norte
te rescatara un lobo con adjetivos que mienten,
una luz que parpadea entre enigmas
pero crece, elegante, altiva hasta quemar la ternura,
hasta degollar la simple historia de la vida simple,
tu refugio, tu algodón de plumas, tu barca o tu isla,
el arco iris al que antes te asomabas, alegre.
Esa hiel penetró tus venas,
la palabra ya no enhebraba sus hilos,
el mar era sólido,
la verdad un sueño, lo real el ayer,
los juegos un cuchillo que, lentamente, acaricias.
El horror vive, tan cercano,
como un auxilio de panteras voraces
en el silencio de la noche.
En todos los espejos estás, delgado mimbre,
tu figura encogida por el rigor de la canícula,
sin fiebre, sin temor, también en los horarios de la escarcha,
desnuda, la piel enrojecida, el hambre en los puños;
y después, y ahora, cuando solo la memoria te viste,
mi memoria que se iza desde el segundero del reloj
hasta el poema que susurra
para decirte
que aún es el tiempo de vivir.
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