Veinte, quizá veintiuno, los años que se miran
en el hielo de este vaso impronunciable.
Dices que es una noche más en la que escucho tu voz,
las luces del pub perdonan mi silencio,
no presienten la desesperada sed de la búsqueda.
Afuera persiste la lluvia con un sombrero gris en la memoria,
grupos diluidos bajo los alares
ríen y declaman sin tregua la doctrina de los seres noctívagos,
la juventud infinita de los cometas.
Dejo el tubo verde en la repisa,
los bolsillos del hambre arropan mis manos,
el abrigo es un símbolo de la despedida,
el agua acecha como un vientre de lágrimas.
Conozco bien las esquinas de esta ciudad,
conozco la sinrazón de los suburbios y el aliento ocre de las aceras.
¿Qué hora, qué sabor agrio en la lengua,
qué lucidez de íncubo me impulsa hacia el neón
de una discoteca que miente?
Ella dice: fuego y , más tarde, gracias
y yo la sigo en el espejo que para mí es penumbra.
Acodado en el umbral como un murciélago estúpido,
espero un resquicio de luna, la salida hacia los ecos de la noche
o el marasmo que los mosquitos dejan entre las chimeneas azules.
Pero ella acude, acude sin red,
entregada a sus piernas larguísimas, al vapor de sus labios,
al tremendo eclipse de sus senos,
a las medias eternas que le producen llanto.
Ahora me arrastra entre mendigos, putas de alquiler,
balcones de piedra, bares que iluminan su insomnio sin patria.
Y en la plaza, Elena, escribe sobre mi rostro la esperanza de un mañana,
y es la calidez de su sexo quien se despide,
quien coloca esa trampa ante mí
que el deseo recoge con el éxtasis núbil de los aullidos
que no pudieron expresar aún
la insolencia de una cópula salvaje.
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