Es el estiaje del cuerpo la fiebre que fluye.
Desde la encorvada luz que me acompaña
el silencio escribe soliloquios sobre la piel endurecida.
Solo, en la habitación madura,
un crepitar inaudible de minutos reverbera en mi oído
ya náufrago de sensaciones, de ardides, del frenesí de la lujuria.
Cálida mi voz como un hálito de siglos,
dulce el rumor de los objetos
tantas veces ignorados por un presente de urgencias y finitud.
Yo sé que las horas cabalgarán eternamente,
sin mi montura, sin el arrobo infantil
que aún recita en el profundo corazón la ilusión inane del azar.
Está el laberinto de la memoria, sus cruces y arpegios
que trenzaron los días a su manera.
Y estoy yo, el viajero que reconoce entre la bruma
una tierra sin abrigo, un final que abraza sin piedad
el tiempo fósil, mi deriva.
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