viernes, 24 de marzo de 2017
El pan de los recuerdos
En definitiva son palabras sin sentido
las que giran en mi mente
igual que una noria infantil.
Las nombro y una imagen es la luz,
otra el silencio,
la última un sonido amargo
junto a los horarios que se eclipsan.
Para ver, para sentir
invoco los pasos de la noche,
filas de niños ante un altar macilento,
la caricia en la voz de un ángel febril,
los diálogos ajenos al tiempo que huye.
Y la duda de un balón
que se revuelve entre las piernas infinitas de la adolescencia,
el laúd del regreso
con la cara sucia y los cromos repetidos.
Me respondió el amor en el flujo de las ventanas,
en el trasluz de los visillos
o en la generosidad de las tiendas
donde compré el deseo.
Y siempre el mar como un reloj acuático
que bañó la piel del adiós,
en la lejanía del continente
cuando ansiaba el abrazo
y solo encontré la latitud de una tierra
sin edad.
Mi memoria son calles completamente vestidas
-así le llamo a la maravilla de los acantos,
a las fachadas rojas, las fuentes o plazas en que fui feliz-
de musgo y esplendor.
Atrás la alegría de los países en bruma
con sus arias vespertinas
y la desnudez de los siglos
en su raíz inmortal.
Puede que la vida no sea más que un recuerdo,
para mí es la flor de todas las presencias
que a menudo se convierte en un antídoto contra la deriva del olvido,
mil hojas que nunca dejan de brotar,
de sucumbir en cada segundo
cuya atrocidad me niega.
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