martes, 8 de marzo de 2016

Tu vestido

Aquella vez tu vestido era el mismo,
el pulóver morado, la falda plisada,
las medias levemente oscuras
sobre zapatos sin color.

¿Qué importa la alusión a cien látigos dormidos,
tras el sol o la noche en el carnaval infantil
de los días?

Es solo una circunstancia la fantasía del ropaje
cuando ansío la luz de la palabra,
el verbo grácil que describa el devenir de las horas,
la costumbre del pensamiento
que con frecuencia exhibes
en la armonía de tu andar.

Hay misterios que se visten de niebla,
otros cabalgan como soldados
en la inquietud de cualquier jueves
prohibido.

A ti y a mi nos atemorizan los paraísos
(si, las películas que se superponen a las vidas del futuro,
las margaritas que no tienen pétalos
porque sueñan en la altitud
con astros sin mapas,
perfectos en la nebulosa de su locura)
y es que no somos más que esquifes
en un mar que brota de la insensatez
de un espejo que muestra desdobladas efigies
tras el atisbo de una ambición.

Los cruces siempre son invierno
al final de estos silencios sin alma.

Me gusta el camafeo
que duerme en la identidad de tus senos
y el tono blanquecino de la rebeca
que corrompe tu noche.

Al fin sé que agitas
la mansedumbre de tus manos
para explicar que los rostros se dibujan
en lienzos desleídos
como sombras que pueblan lo no dicho,
la esperanza que conmueve.

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