jueves, 24 de marzo de 2016

Los pájaros también sueñan con iglesias blancas



Es una angustia saber que en los frágiles restos
de una muralla sobreviven la historia, la leyenda
y la misión de la raza.

Lejos, la remota ciudad es un abrazo,
donde hay venas, caleidoscopios,
fachadas de herrumbre,
cristales opacos, memoria en los pasajeros
que día a día recorren el largo estío
que surge entre dos preguntas.

La primavera aquí es inmortal,
se filtra tras los saludos cotidianos,
en las palabras que se repiten como ondas
bajo un mar de nácar.

Y yo que camino como un ave perdida
oteando el mausoleo de las torres,
la cuadratura de los sillares,
la maciza elocuencia de los arcos.

Ah!, qué curiosa la palidez de las figuras,
los arbotantes como lianas
que vigilan la soledad de los cuencos de mampostería,
la divinidad de una calle que se va angostando
igual que un zigurat inhóspito.

Hubo calma en la mañana de marzo,
todo coincidía -pisada a pisada-
con el ritual que designaba el color
(el violeta, el blanco,los cordones azules
de la transparencia), aún así el azar quería ser luz
y golpeaba en los cuerpos, ponía zancadillas en los párpados,
conseguía la sonrisa más arbitraria del río inmóvil.

No existe armonía o es otra la armonía
que brota de los niños que se acuestan junto a los zócalos,
con las manos agarradas a la flor del girasol,
fin y latido de un frenesí ambiguo
como el desahogo mercantil de las farmacias
o la luz traspasada por el crepúsculo
en unos ojos que ya sólo pueden sentir
el cadáver de las sombras.












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