La más pequeña vibración,
los ejes y su dinámica en los cristales amigos,
así la armonía que no ambiciona playas
ni cicatrices ni flores nuevas
que inventen la una y mil noches.
Esos dedos que jamás se tocaron,
esos rostros que compartieron el aire de un segundo,
el reflejo de la piedra
cuando el sol del mediodía
acerca los cuerpos
en la coincidencia de la exactitud.
La perfección de los mensajes nunca oídos,
el silbido de los trenes
que aúna la sorpresa de los pensamientos ausentes;
quizá los iris
que se fijan en la misma ola que calla y muere
contra los acantilados vacíos
y el resplandor itinerante de lunas sin fe
en la madrugada que es un soplo de quimeras,
un escalofrío de huidas.
Y la sensatez
de películas compartidas en viernes descuidados
cuando la lluvia no se esconde
y moja los sueños que llevamos en los forros
de las gabardinas solitarias.
Son azules los encuentros,
su vacuidad no deja huella en las pisadas del retorno.
¡Que sea así este fulgor inútil
donde se adueñan del futuro las pompas del silencio!
Sóplalas para que muera en su ardor
la llama irreal de esos círculos
que juegan a no caer como hula-joops descreídos,
como arpegios en un cielo sin madre
ni sonrisas
ni alma.
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