Hay un sólo camino que muere en el mar.
El viento olvida las esquinas
mientras la música juega el juego torpe de la edad.
Nos nombraron cuerpos jóvenes,
racimos de aquella primavera
que tuvo un año como quien tiene descendencia.
Fui la ropa de bronce,
el pesado equilibrio que acuna la ruindad de las horas
(sin adivinar el sonido de la veleta,
sin oír a la caracola en su límite, en su armonía de iris rojo).
El paseo llegó como amenaza,
nunca vi el faro ni fui asombro en su telaraña de luz.
Me quedaban los pasillos sin hogar,
el laberinto de las flores de carne
y ese espectáculo indefinible
que ofrecen los paraguas cuando lloran.
Aún así recorrí la senda gris de los altares,
tu salón como si fuera labio, tu lecho de madréporas,
tan libres, tan sol, tan color de verano.
Juntamos los cuerpos y se vuelve raíz la fruta del ocaso.
No me oigo, no te oyes en los cascabeles del perro viejo
(escribo para ti la luz, la esperanza, tu diluvio que acecha y me marca).
La noche exhibe velas blancas de absurda melancolía.
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