sábado, 2 de mayo de 2015

La negación del presente


Siempre llega tarde la conciencia de ser.

Un cuerpo, apenas plumaje, piel nueva,
palabras sin gastar en el escenario de la duda,
corazón imberbe que se cuestiona la sensatez y el dolor
mientras escribe en páginas huidizas el misterio
que sólo en los libros anida.

Siempre llega tarde la conciencia de vivir.

Pasan las olas del amor,
las risas que pueblan los espacios abiertos
cuando la solidaridad es un grito nocturno
en plazas que sufren el aliento lunar
de las voces libres.

Juntos, sí, como los líquidos sin color
o las frases que sugieren altivez
en los bajos de cuevas infantiles
extrañas al día,
moribundas como un relámpago herido
por la masculina necesidad de la omisión.

Siempre llega tarde la conciencia de querer.

Su extranjera promiscuidad abre surcos sin agua,
calcina los vientos del tacto
en el estío perenne de las vísceras,
resume en un solo éxtasis
la mentira de poblar la fe con flores del deseo
o alquimias que vanamente dibujen los suburbios
de una querencia infinita.

Siempre llega tarde la conciencia de amar.

Porque no hay entrega que sucumba con plenitud
a la desnudez fértil de abrazar el miedo,
porque las semillas que arrojaron tus manos
encuentran un nicho cóncavo donde resplandece la armonía,
porque los infantes de la luz se expanden hacia un futuro
de navíos nimbados por la suerte de haber sido ardor
sin límite.

Siempre llega tarde la conciencia de morir.

Para ti que fuiste juventud inmortal,
para mi que soy nostalgia de aquella sinrazón,
para todos los que una vez exprimieron en sus rostros
la sed sin cumbres de la alegría.

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