Lo que añoras ya no es una huella.
Sólo el asombro del mediodía basta,
tu cerviz bajo una flor amarilla,
el eco de los taxis
o el temblor dulce de un rótulo frágil.
Asi es la ciudad,
su mirada nunca regresa,
sus labios duermen el sueño de las preguntas intemporales,
sus ojos parpadean
como si un tránsito de hormigas
fuera la lúgubre amenaza de la noche.
Ya nada existe en el ruido
ni tu palabra sin hélices ni el bravío estigma del ardor
cuando las olas del tiempo roto
te llaman, te llaman.
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