Siempre hay un sur en el delirio.
Conchas azules,
un mar sin espejos,
la piel hostíl de la luz.
La mirada huye de los automóviles que sudan
y no piensa en el regreso
ni en la conformidad.
El calor es blanco,
las piedras crecen junto a los ángeles,
hay cactus mentirosos
dormidos en el perdón
de la savia seca.
No vendré a orillar las olas,
en un cielo desnudo
los luceros claman por un ojo
que finja el carmín de sus párpados,
una noche exacta.
Solo hay un rumor en el vientre de los turistas,
sus fetiches mienten
cuando en el albor de la luna
invocan el territorio de la isla,
su somnoliencia tropìcal,
su éxtasis amargo.
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