Ya no sé si lo que me llega es el arpegio de la ola
o un grito arcano que surge como una metáfora
en mis oídos de agua.
La noche está poblada de camellos alados,
llueve y la lluvia es un sonrisa de bocas entreabiertas
que sudan el color negro de un coro de ángeles.
La soledad vive en la orilla de los portales,
portales salinos en mapas de océanos que nadie ve
-tan solo la espuma que va poblando su nido-
la arena confunde su ser de caracolas y algas
en una piel verde y fluorescente
contra el haz de un faro antiguo.
Escucho la brevedad de mi aliento,
humedecido, nube de palabras que excitan la luz,
rocío en mi vientre que busca una sirena de hombros ágiles
que se pose como un desliz en la carne atónita.
Conozco el perfil del litoral,
las barcas duermen tranquilas como un león hastiado,
en la punta del dique una farola amarillea las redes,
les da el sentido del amanecer, las dota de un calor insomne.
Me pierdo en el rumor cansino de este mar sin orgullo,
las falaces gaviotas picotean la arena
con el martillo perfecto de sus picos
y hablan las cicatrices en la dulzura de esta nocturnidad
de invisibles estrellas, su eco sobre el mar es un cielo invertido,
una sima de fulgor y fantasías azules.
Aquí lloran los monstruos de la noche
y yo solo siento un clamor de fiebre en el corazón,
un archipiélago que se muestra en la negra quietud de mis sentidos,
alzado, en suspenso como una pérgola de sal y agua
que me seduce, y casi siempre, me mata.
No hay comentarios:
Publicar un comentario