Hay una distancia de sombra que surca la luz.
Bajo el portal el delirio de las hormigas entre el musgo.
A veces la lluvia es un rostro de paz,
tus visillos esconden madejas de algodón,
su transparencia invita al fantasma de mis sueños
a dormir en la nieve de tu piel.
Se oye el tráfico, también el dolor de la luna
cuando mis ojos atisban tu quietud.
Sangra el dulce del naranjo ante la reja orneada,
los balcones yacen como cementerios sin sed
-un clavel, diez rosas, el duro cactus,
las margaritas de pétalos azules-
vestidos de claridad en la memoria de agosto.
Te asomas curvando el pelo ya entretejido
con los ribetes del organdí
donde se escribe la inicial del amor,
solo escuchas el viento como un ajedrez
que te invita a la perdición de los grillos inútiles.
Hay un surco de asfalto, insólito, un puente de lianas
oscurecidas por el mercurio y la sal.
En mis rodillas la pasión de seguir una voz
o un perfil de mujer sin censura
ni silencio.
El último tren hablará por mí,
entonces la calle será el éxtasis de la proximidad
en un solo cuerpo, una sola vida
bajo el orden invisible de las cigarras sedientas.
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