Hay una rosa de sangre en el viento.
Ya verás cómo relucen los copos blancos del aullido,
la memoria es un ramo celeste
en el ombligo de tu sed.
Fuiste árbol.
No sé qué árbol de horas sin luz,
fuiste la orilla de un río y su paz,
el ojo que dejas en las alcantarillas no nació ayer,
se despoja del sueño como una ninfa triste.
Si me oyes responde al sol,
el sol son tus hombros o las caderas que ocultas
bajo el horizonte de unos músculos en celo.
Y vendrás, porque eres ritmo y pálpito,
tu balanceo nubla el rumor del manantial,
te eliges en la sombra, en los cristales
en los ecos que reverberan al fulgor de tu paso.
La lluvia de azúcar cae sin cromosomas,
lánguida como la muerte, desnuda como el perdón,
hay raíces perfectas que adornan mi renuncia
a mojarte, a vivirte.
Solo busqué las alas imposibles de un dromedario
o la rapidez del caracol
o la senda amiga del águila
o la bondad del gusano lejos de su orificio.
Tan fácil el eclipse cuando tu espalda
acoge el sufrir de los atletas- su deidad es la fuga
y su laurel la razón-sin querer,
sin el azul de las mariposas,
entretenida en tu don de diamantes,
insolente como el cántaro que escupe su leche
contra la vida.
Me oirás en tus vocablos,
un adjetivo susurrará para ti el dulzor de la noche
y dos delfines arrullarán tu sueño junto a las hojas caídas,
al albor cuando nadie escucha cómo los párpados
y su musgo se excitan hasta doler,
hasta sentir el rocío fértil de la carne entre las ingles.
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