Un hombre se mira en el espejo y ve un soliloquio mudo.
Pero él sabe qué decir porque su voz es fuente de oro
que solo necesita del silencio para manar.
Pasea por los metros cuadrados de un piso sin luz,
escucha el crujir de las tablas, la tenacidad de la carcoma,
el gorjeo de los pájaros en el alféizar.
Quisiera hablar contra el cuarzo del ventanal,
decir: hoy ríe la vida con su gong eterno.
Abre un libro por la página mil veces leída,
aún queda el aroma de los veinte años sobre el papel usado.
No enciende el televisor, la radio le enseña que no es su tiempo el que escucha,
en la rosa del tiesto la alegría es un brote de diez pétalos huérfanos.
¿Quién le dirá de la lujuria cuando pasa junto a él un ave desnuda
de pechos inabarcables? Ya solo, perdido en la quietud del atardecer,
el retorno deja babas azules, así en la hoz del crepúsculo su sueño danza
entre las olas del recuerdo, y al fin es una isla su transcurrir
donde ya no viven los años que vendrán sino únicamente los que han sido.
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