Una cicatriz ríe en el misterio.
Símbolos que nunca amanecen,
latidos perpetuos que son lágrimas de invierno.
Es como sobrescribir la luz en un nombre,
la imagen de una playa inhóspita,
el fragor infinito de los suburbios.
Aquella tarde húmeda solo éramos tiempo
-un cauce verde en la tiniebla llora la juventud de los diecisiete-.
Hembra fúlgida de luna, igual que yo y mi verso amargo,
lo mismo que el arpegio de la música en las galerías del humo.
Te acercas y siento el vértigo de la quimera.
Un fluido de canciones, de desnudez y palabras
invade el pensamiento y es la ciudad un libro de sombras
bajo el crepúsculo que viene.
¿Qué canción parpadea en ti, qué lees, cómo se nombra el signo que nos une,
en qué plaza un ruiseñor existe para nosotros?
Me anticipo a ti que no sucedes
o solo en el músculo de un río a la deriva cuando escoges el ardid de la fuga.
Quizá en el relámpago de conocerse vivió la incertidumbre del futuro.
Lo comprendo, comprendo que la llama del deseo
caduca cuando el abrazo de otro finge ser el mío.
¿Qué vendrá ahora que los mundos no giran?
Solo las estaciones, el rubor de la incógnita
y los cielos invertebrados que ensombrecen el corazón de los amantes.
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