sábado, 17 de noviembre de 2018

Nuestros viajes fueron ráfagas de tiempo



La huella del viaje es la huella de la vida.

Espada de metal en un país del sur,
de nombre como uvas en sazón,
líquenes quemados por la luz.

Pueblos de casas blancas y fruta en los márgenes de los baldíos ,
parrales polvorientos y la sed del alcornocal sangrando corteza y tiempo.

Y allí el mar de plata, el faro, las arenas calcáreas ,
la música como un aire de guirnaldas o fuego.

En otro país de nieve un río recita la verdad de sus días,
-ya te dije que los puentes son cinturones de olvido
y las agujas de los campanarios un punzón destetado y febril-.

Ciudad donde cruje la historia y sobrevive la carcajada de la guerra,
la identidad perdida por ser eje de multitud.

Pero habitamos también la calidez de las rosas
y el acento suave de los mercados.

El perfume de las flores baja como un trino de parterres encantados
hacia los peces de bronce que adornan el estuario.

Quisiste embriagarte con el eco del amor,
murmullos al borde del Sena,
una canción al pisar la magia de las calles
y la cúpula blanca del misterio igual que un tótem de mármol.

Y, al fin, el músculo del idioma en la pulcritud insomne de los autobuses rojos,
la secuencia de un castillo negro,
aquella noria sobre el vientre de las aguas como la dentellada de un dios inútil.

Son viajes dentro de ti
porque tú ya sabias que la alegría habitaba el sueño
antes de atisbar el tacto simple,
la quietud de los ojos que contemplan el frenesí de vestir por un segundo las ciudades
con la memoria que fueron y nunca han dejado de ser.

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