¿A quién le hablarás ahora que la sombra inhóspita crece?
La primera voz y el primer grito en la piel,
la luz en el iris imperfecto y las arterias que riegan el insomnio de una raíz núbil
(así describo el ayer).
Todo es un relámpago que deslumbra la insensatez
como un tren invertido que descarrila en un cielo sin alma.
Has llorado porque la caricia es un símbolo de vida
y los rompeolas fueron cruces sólitas que jalonaron las pisadas
hasta entender los misterios de la brevedad.
En el cansancio infinito descubres el orden mecánico de los calmantes,
la blancura sobada de las sábanas,
las rugosidades violentas de dibujos que imaginas en el gotelé de la pared.
A veces el silencio es un copo de nieve
y las luces de la bahía un archipiélago de fuego y sangre
donde muere una ilusión.
Y de pronto ves que en los metros cuadrados de esta habitación hay un epitafio de flores,
hay oasis que llaman al estío, que escriben agua en la sequedad del sarmiento,
que estallan en vómitos de luz al recordar historias
que no llegaron al cenit de la querencia o a la semilla nunca habitada.
Sé de las horas sin mensaje, las que siento en el ombligo,
las que atrofian la respiración de brujas fantasmales,
las que amó el súcubo que ríe antes de que también muera mi risa.
Asoma, al fin, el caballo albino hasta la claridad que antecede a la consunción
y gárgaras de tiempo y trampolines de infancia
o islas perdidas en una juventud de paraísos sin mar
lo reciben con la llave que abrió a los portales de la muerte un sonido de clarines,
un rumor de besos, una Atlántida donde aún vive el jaramago
la eternidad que sucede detrás de un sol que ya no reconoce tu candil.
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