Nunca creí que tu adolescencia
fuera geometría, la areola circular,
el triángulo imberbe, el sexo volátil
igual que un nido de mariposas.
Me olvidaste después del asombro,
te olvidé en una mañana de lluvia y cafés,
tras un horóscopo donde leí
que no éramos canción
ni voz neutra
ni suburbio.
Al soñar la urdimbre de unos hilos
que apenas dibujamos lloré,
lejos de la ciudad de increíble magnitud
tú jugabas en el parque a rotular la silueta
de un cuadro múltiple,
llegué con mi paraguas de flores
y vi tus rodillas escribir sobre la grava un signo;
y ningún pájaro, ninguna sonrisa
en los líquenes que cubrían mis huellas
de transeúnte lúcido .
Y comprendí que la cordura es un difuso paréntesis,
el recuerdo un fósil o tumor
que grita poseído de nieve,
a menudo, ahíto de sol.
Pensé en tus manos, manos de ejércitos invencibles,
manos amputadas, manos sin índice,
pensé en el desdén de una ceja
bajo aquel Madrid invernal,
pensé en el autobús que el azar escogió para el adiós y la renuncia,
en las medias que se ajustaban
al arco perfecto de tus corvas,
pensé en la mampara que desdobló tu cuerpo
angustiosamente eterno
al explorar la efímera insensatez de la noche.
Mujeres que vibran con el ajuar de los desnudos en un caleidoscopio azul.
Mi rostro que, al mirarlas, escucha el crujido de unas hélices de alambre
ya caídas en la fría finitud del paraíso.
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