Sin querer, sin buscar, el río nos lleva.
Son, quizá, imágenes volcadas en el abismo de la pubertad,
caminos que desde la ignorancia
recorren vías oscuras,
hambre de juventud en las horas sin huella,
rostros ambiguos que después no recordaremos.
Entonces un sorbo de vida era la llama incandescente
de todos los cometas heridos, ninguna multitud,
horarios ajados,
el verdor de los arriates innúmeros en la pausa vespertina,
miles de augurios despeñándose
como jinetes perdidos en desfiladeros rojos.
¿Quién no cabalgó las columnas de abril
cuando la flor se enhebraba con la luz
y una ilusión del pensamiento se volvía rubia aurora,
jazmín entre los jazmines de la fe álgida?
Tanto tiempo,
tanto tiempo que se ha volcado en la noche,
tantas son las luces que aún regresan a la orilla,
tanto el equinoccio que relumbra en el cristal
que tú quisieras febril.
Volver y revolver en los años
para que la remembranza dibuje surcos de lealtad,
hablar con los símbolos de un ayer sin rúbrica,
escribir sobre la memoria una razón invencible
que engalane la insípida canción de los relojes.
Estamos, o vivimos, en la herida del recuerdo,
ni tú, ni yo, fuera del otro,
juntos en ese túnel que nos convierte en sombras felices
que se arrullan
bajo la plenitud del silencio.
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