miércoles, 11 de abril de 2018

El conductor

Otra vez el paisaje
que no sé si soy yo
o viene a mí.

El cuerpo recuerda los esbozos
de una gimnasia donde el auto era la libertad
y los pasos la ceniza.

Ausentarse de las calles,
circular como un pájaro recién nacido
sobre los tejados de la vida,
esconder de otros la mirada,
en ti el futuro de los alfiles
en mí el presente del sinsabor.

Aquel Peugeot lucía la blancura de las olas,
rociaba contra el alba su ejercicio de músculos y claxon,
impedía que el rayo verde cerrara sobre sí
el esplendor del horizonte,
siempre vivo
como la raíz que recibe en agosto la última lluvia de abril.

Ya mi forma distraída ocupaba el espacio,
de pronto tú y el viaje, la ternura de los bosques,
los ríos que solo mostraban su llaga de agua,
indiferente al transcurrir
-porque no entendíamos entonces la eternidad del instante-
hasta los pies de una ciudad,
ciudad de arena,
no ciudad,
cielo de verano entre las dunas,
tu carne al fin en el devenir de los días,
perfecta, dulce y húmeda
como la vid antes de que el granizo llore
sobre su cáliz de purpúrea eternidad.

Es cierto, el ayer es un símbolo,
hoy en el auto de metal pulido
recojo a Ismael,
desafío al párpado insomne de los semáforos
y reconozco el bostezo de las cohortes
que me acompañan con el astuto equilibrio de una repetición raída
mientras igualo mi tiempo al de un reloj que no perdona los sueños.

Me has traicionado, febril mecánica sin fe,
o quizá tú solo eras la paloma
que un día envío contra los muros
un mensaje diáfano de voluntad,
una voz libre,
un espejo traspasado hasta los confines
que tú y yo conquistamos
con el éxtasis del desencuentro
y la indiferencia que, a menudo, ansían los ángeles.

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