Ya no es mi casa
y sin embargo
su sombra permanece.
Los pasillos pueblan los pasos perdidos,
las paredes repiten palabras impronunciables,
el ventanal donde acosté mi cuerpo
aún recibe mi sed de adolescencia.
Y la sinfonía de las mañanas
abriéndose como un pétalo en la memoria,
y la luz en las esquinas, en el fulgor del verano,
en el hilo que el invierno deja
tras los azules de la intemperie.
Había un secreto de relojes que nunca fueron música,
el trémulo latir de los horarios unívocos.
Padre como un príncipe,
madre igual que un abrazo
o un punto en la noche,
hermanos y hermanas con su sincronía impar
de muñecos rebeldes.
¡Qué extraño el suburbio que llega con voces sin nombre,
qué vejez la que escucha su sonido
de isla deshabitada!
Algunos días soy un reflejo
en el jardín insomne de la ternura,
y es mi quietud una herida de ausencia
cuando desde el presente escribo versos sin edad
o dibujo palomas que en la olvidada niñez
aprendieron a volar.
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