Tantas veces pasó mi cuerpo
junto a su estéril mutismo,
por qué la mirada escoge
el silencio de las aristas,
la dulzura insólita del cristal,
la madera sobre la que nadie escribió un nombre,
las sillas vacías,
cualquier vestigio que muestre las palabras olvidadas,
un acto de amor, el recogimiento de la duda,
de la inseguridad y del pálpito.
Mis cosas penetran el amanecer
con letras nunca escritas,
mis cosas se vuelven cicatriz de caracol
que asoma en el desprecio
como banderas falsamente arrumbadas.
Son los años el ave que picotea la estólida máscara
que día a día esconde una frialdad
ajena a los relojes,
a la fúlgida virtud del metal,
el insoslayable aullido de los recuerdos
que crían telarañas en cajones olvidados,
la representación que habita en las pupilas
cuando recorro con mis yemas oscuras
la luminosa faz del secreter.
Tan ajeno a mí
este soliloquio de plantas en flor,
la dulzura de los termómetros
que contradicen la vida y la muerte
tras este espacio mínimo en que los minutos se confunden
con la luz que se posa, insecto lúcido,
sobre el polvo blanquecino de las cómodas.
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