lunes, 17 de abril de 2017
Los desastres de la guerra
Entre cáñamos el aullido surge.
Una boca en silencio, las casas sin pretil,
el ejemplo de un hombre que no cree en el futuro,
la cruz indivisa de un epitafio.
¡El color, sí, el color vive en el ocre!
tú llamas a los corazones heridos por el llanto
y yo llego a la pantomima de los relojes que no callan,
al bies de un ejército vestido de nubes
o a un recuerdo entre fusiles
como nieve sin alma.
Y dentro una vena o la caries de los gusanos.
El sol retorna al abismo
y encuentra la sed de los infantes,
el soliloquio amargo de los puentes invisibles,
la caída de un obús entre el odio y la penumbra.
¿Y la noche, cuando los niños se aventuran
y las iglesias invocan podredumbre,
cantos prohibidos bajo el furor de las banderas?
Son diez metros hasta la fuente,
son palabras que no quieres decir
porque los pájaros celebran el convite de los nidos aciagos
mientras las fachadas del dolor
se encumbran hacia los ecos que invaden la sierra,
los campos, las memorias que sufrirán.
En lo lejano una colina escupe el dinástico desdén
con su metralla inconmovible,
objetos cuya lluvia de polvo enferma pieles blancas,
rojos gritos de sangre.
Dicen que los fantasmas asoman bajo el ladrillo ausente,
no es ausente la palabra que se escribe como una flor inversa
a la sazón de un tiempo sin paz.
He visto brezos colorearse como cirios
que atesoran una luz de cometas.
La vida muda más allá de la vida,
cualquier paraíso es un devenir al antes del ser.
Allí todos somos iguales,
tu Adán es el mío, tu Eva es la mía,
gloria a esa edad neutra
donde se alzan las margaritas que una vez compartimos bajo un sol feliz.
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