Imaginé mi huella en las losas, el juego de correr
entre columnas al grito de libertad, mi rostro
mojado por la lluvia en medio de una calle preñada
de historia, volví a la senda donde proseguía la estatua,
aún el olor del mercado como el aliento de la vida
y de la muerte en un mismo perfume donde los horarios
son latidos que se superponen igual que fósiles
que acompañan mis pasos, donde la luna huye
de los cristales al romper la luz del día consciente
de que su tiempo es pálido y su misterio ríe en la noche
como un ojo feliz de iluminar las horas jóvenes, la ilusión
fértil que comparte un futuro entonces abierto a la infinitud,
quizá mañana solo tesoro en la memoria que una vez soñó
con golondrinas cruzando los espacios en que la nieve
no impedía el calor de los cuerpos, la fe compartida,
un sonido antiguo de caballos salvajes galopando lunas,
aquella luz en los corazones que se vertía hacia dentro
como un sol invencible esparcido entre los labios
de los que aman el fulgor de la estrella y no la telaraña
gris de los años que tiñen la piel de desaliento, de ceniza
sin ascua, de pálpito débil como de mariposa que extingue
con la fugacidad de un suspiro el sueño iluso de su breve primavera.
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