Si acaso la pluma se hiciera hielo
o el carmín de tu boca bosque
o los azules imberbes
un misil de carne en la llanura.
Si los ojos del gato lloraran
y las espigas guardadas en el neceser
se volvieran negras como el luto de los ángeles.
Si el mar de tinta, el mar al que le crecen alas,
el mar de los niños en la playa de magma,
el mar del sol implacable y la tormenta
y la alegría del bucanero, fuera un jardín
de agua y cristal.
¿Por qué el mar que no existe?
Todo es una pregunta y todo se acuesta en tu espalda.
Trenes de suburbio, tiznados como una lengua ácida,
maquillajes en los pubs sedientos de humo y palabras invisibles,
el terco amanecer de los nudillos que guardo en las axilas.
Y tú, el margen de la piedra,
el eco de la fuente que absorbe tu voz bajo la luz herida.
Ser circunstancia húmeda, sudor de pilares,
focos contra la vieja catedral, amarilleando el deseo.
Ya te dije que vivía tu perfil en la aguja del pórtico,
a la sombra del atlante, en el cirio apagado,
en el coro y en los tubos de níquel,
en el atrio y en el negro corazón de Belcebú,
en el canto de la liturgia que ampara esta cueva
que no es tu virtud sino la fruta del vómito.
Qué hogar, qué luz sin vida,
qué líquidos sin color bajo tu falda,
en qué silaba muere el viento,
cuándo se alza la nube de arsénico
que se filtra en tu ombligo y lame el dolor.
Hay futuro, siempre hay futuro en una página vacía,
escribe tu alud de ginebras en mi cintura,
algún día sabrás que la realidad vive en los calendarios deshojados,
sin abrigo, en el silencio de las lámparas rotas,
como aves que al morir la noche lanzan un graznido de rosales
al contraluz, hacia el espejo que te despierta con su voz amarga,
y su certidumbre de surcos en la piel
con cortinas oscuras que ya no blanquearán jamás
bajo el continuo deslizar de los pájaros muertos.
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