Su pupila negra carece de párpados.
Vive en la metástasis de un hecho igual
que una roca de inmortal dolor. Hay en
su latido el dulce encanto de la termita,
se solaza con los rebumbios de la memoria
como si fuera un faro que ya se siente isla.
Algunas veces se disfraza de niñez y exhibe
lágrimas de vampiro, curiosos mapas de naufragio.
Yo, sin temor, siento el aire de su nombre,
y callo y me reduzco a una historia inmemorial,
de círculos olvidados, de cementerios perdidos,
de estratagemas que matan la luz como un ciego
el rostro que conoció cuando todavía era su rostro,
y no la mentira del silencio.
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