Me gustaría que aprendiéramos juntos a volar.
Pero no ese vuelo que todos admiran del pájaro
ni el artificio metálico de un avión que cruza
el horizonte con sus alas de titanio. No, yo hablo
de esas líneas de aire que se crean con las palabras
que no dijimos, el lugar en el que el pensamiento
es una selva de árboles entrelazados y la vida
se escribe con emociones leídas bajo los focos
de las madrugadas sin sueño, ventanales donde
la luz nos habita como un duende mágico. Y es
que aunque tú no lo sepas los grandes tornados
giran en silencio después de asolar las vides, lo mismo
este corazón que tantas veces volvió al mar de la infancia,
a esas trenzas que columpiaban tu alegría de ser,
al aire que absorbí como una serpiente roja que juega
con su destino fatal, a las risas que una vez compartí
con los otros, sintiéndome yo también otro para
que tú me pudieras mirar. ¡Qué fría se vuelve la noche
cuando los recuerdos no cesan de venir! Escribo
renglones en un vidrio que siempre leerás al revés,
quizá así entiendas la inteligencia de no buscarte, mi
muda sinopsis de huida que ya no te alcanza ni quiere.
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