Así aprendí
con los pasos entre calles angostas,
bajo la humedad perpetua de un invierno sólido
como una bendición heredada.
Íbamos en grupo
unidos por el ansia de hablar de cosas irreales
-letras escritas en páginas
o comentarios oídos en ambiguas clases repetidas-
hacia el refugio de los soportales
como rebaños indóciles o náufragos
de los días con sus horas sin voz.
Y de repente comenzaba la canción de los vasos,
en bares de melancolía,
en cuevas donde la absenta brillaba
igual que una diosa en la piel del licor amargo,
lo mismo que un arma
donde la lengua escribiese leyendas irrepetibles
de un solo segundo pasajero.
Y después la arbitraria sed de penumbras envueltas
en alcohol y humo,
sin conocer la astucia de quien habla hacia la noche
para invocar su ayer.
En la lineal arquitectura de los mármoles
las palabras se vuelven mito, misterio,
hojarasca que aún no ha caído.
Me atrevo a dibujarte
cuando en el furor de la música sobrevive tu frenesí.
Todo lo dicho planea como un absurdo abecedario
que olvidaré enseguida.
Porque soy otro y ya no existo en el poso
de este vaso insomne.
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