Animal vivo la ciudad, su eternidad me niega
porque soy tiempo fugaz que pisa su piel,
ama sus rostros, siente el abrazo de sus plazas
igual que un niño frágil. Sonríes tras el aire
que el poniente va filtrando por las calles vacías,
contemplas a quienes te contemplan desde la seguridad
de los vidrios con la incomprensión de la lejanía
en los ojos y un sudor frío en las manos. Nosotros
no hemos nacido para las sombras, nos puede la luz,
el color y las palabras que la ciudad susurra, cuando
pisamos esas losas vestidas de siglos un quejido de entrañas
sube por nuestros cuerpos como metal amante, savia virgen
que fluye de una extremidad a otra, hasta un pensamiento
común y una mañana donde habitar esta lujuria de océano,
ese faro inviolable cuyo haz no muere, las calles estrechas
y lánguidas, húmedas como un beso, despiadadas como gatos
furtivos que se alejan con el sigilo de las brujas en el silencio
perenne de la noche. Así es la ciudad que ya no existe, tatuaje
inmemorial de un sueño que una vez vivimos, árboles nosotros
sin avenidas ni parques en que morar, raíces que hoy no encuentran
tierra donde saciar una sed fósil que aniquila con su olvido impasible
el corazón de los recuerdos.
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