Quizá entrar en el mensaje de los niños,
su código incomprensible donde fui peón
que alzaba los brazos hacia un cielo sin escribir,
en su metáfora de alegría
bajo la incertidumbre
de no adivinar el futuro.
Así, el orden dentro del desorden,
como un son de campanillas
que estratégicamente
van desdoblándose;
se acompañan, forman la armonía
que te arropa igual que un dibujo sin autor.
Se encauza el misterio
con la astucia de las clases
que dejan un señuelo entre el ojo y la conciencia
para que vuelen pájaros
sobre los dinteles de un mundo
que se escribe en ti
sin que tú adivines el abrazo invisible
de los días.
¿Por qué no hablar de los encuentros
si la huella que transmiten se esconde en los manglares
de ese devenir que revivirá,
una y otra vez el laberinto
de lo que la música del azar encumbró
sin atreverse a nombrarte
tras su estallido o marca
o tatuaje que no pasa?
Sólo un cruce de cuerpos,
sólo un ademán en una tarde perdida de junio,
únicamente el pantalón a rayas,
ajustado al deseo
en la gran ciudad, tan olvidada.
Y una boca que recita lo innombrable
después del silencio y la traición,
para regalarte la virtud de los días del mañana,
el empujón engañoso
que resucite en ti el orgullo y la quimera.
Son los encuentros una casa amable,
su raíz aún vive en mi como una duda
o un agua que nunca sacia el brote
que parecía ser un río fértil
en los pechos alegres del tiempo.
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