El tren es un símbolo de la muerte.
Lo digo por la férrea certidumbre de enero,
por la luz ya caída,
por el viento que se arroja
sobre las marquesinas
de esta estación abstracta.
Mi dios ayer fue nieve,
perdón, por sugerir que una ciudad atlántica
pueda soñar con los capítulos innombrables de la suavidad,
el copo blanco en la semilla de la arena,
la ola vertiginosa hacia el fluir
de este pájaro de hielo.
Yo sólo hablo del viaje,
del cansancio y de la vida.
¿En qué latitud,
en dónde la cicatríz de lo que vendrá
como un sol justiciero
sin preguntar por la nocturnidad
de las calles que vagan?
La promesa era la huida de mí hacia mí
igual que una frase en la penúltima hoja
de una narración perdida,
lo mismo que las alas
cuando ya no son mensajeras de futuro.
Sería bueno el desdén
o la sonrosada piedad de un ocaso
en las flores de una isla desconocida;
lejos de la memoria,
en la brevedad de la luz que acaricia el perfil
de los acantilados frágiles,
cuando mi cuerpo descubre la sal de este oceáno sin héroes
en la llama que la piel recibe
con frenesí o con éxtasis.
Yo ansío la eternidad
bajo el cactus noble
o bajo el perfecto equilibrio de estas lomas sin paz,
en mi horario y mi adiós, en mis ojos pasajeros
que nunca gimen.
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