viernes, 2 de enero de 2015

Fragmento de "Tiempo de silencio" de Luis Martin Santos

De este modo podremos llegar a comprender que un hombre es la
imagen de una ciudad y una ciudad las vísceras puestas al revés de un
hombre, que un hombre encuentra en su ciudad no sólo su
determinación como persona y su razón de ser, sino también los
impedimentos múltiples y los obstáculos invencibles que le impiden
llegar a ser, que un hombre y una ciudad tienen relaciones que no se
explican por las personas a las que el hombre ama, ni por las personas
a las que el hombre hace sufrir, ni por las personas a las que el hombre
explota ajetreadas a su alrededor introduciéndole pedazos de alimento en
la boca, extendiéndole pedazos de tela sobre el cuerpo, depositándole
artefactos de cuero en torno de sus pies, deslizándole caricias
profesionales por la piel, mezclando ante su vista refinadas bebidas tras
la barra luciente de un mostrador. Podremos comprender también que la
ciudad piensa con su cerebro de mil cabezas repartidas en mil cuerpos
aunque unidas por una misma voluntad de poder merced al cual los
vendedores de petardos de grifa, los hampones de las puertas traseras de
los conventos, los aprovechadores del puterío generoso, los empresarios
de tiovivos sin motor eléctrico, los novilleros que se contratan
solemnemente para las capeas de los pueblos del desierto circundante,
los guardacoches, los recogepelotas de los clubs y los infinitos
limpiabotas quedan incluidos en una esfera radiante, no lecorbusiera,
sino radiante por sí misma, sin necesidad de esfuerzos de orden
arquitectónico, radiante por el fulgor del sol y por el resplandor del orden
tan graciosa y armónicamente mantenido que el número de delincuentes
comunes desciende continuamente en su porcento anual según las más
fidedignas estadísticas, que el hombre nunca está perdido porque para
eso está la ciudad (para que el hombre no esté nunca perdido), que el
hombre puede sufrir o morir pero no perderse en esta ciudad, cada uno
de cuyos rincones es un recogeperdidos perfeccionado, donde el hombre
no puede perderse aunque lo quiera porque mil, diez mil, cien mil pares
de ojos lo clasifican y disponen, lo reconocen y abrazan, lo identifican y
salvan, le permiten encontrarse cuando más perdido se creía en su lugar
natural: en la cárcel, en el orfelinato, en la comisaría, en el manicomio,
en el quirófano de urgencia, que el hombre –aquí- ya no es de pueblo,
que ya no pareces de pueblo, hombre, que cualquiera diría que eres de
pueblo y que más valía que nunca hubieras venido del pueblo porque
eres como de pueblo, hombre.

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