Antes de llegar se fueron los pájaros
(y las rosas y quizá, también, la última espada).
Sólo me fijo en ese punto
en que la memoria finge ser cuerpo
y alimenta suaves ecos de palabras
en cualquier rincón o enigma.
Primero el cristal, espejo de fábulas.
Después la sombra que no es sombra,
son siglos, maduros como vid,
ebrios de astas y cruz.
Me busco, soportal a soportal,
en el ojo oscuro de una buhardilla,
en la música hospitalaria de una guitarra infinita.
Y hay dibujos que yo no he visto nunca en mis ganas
y dos torres iguales al sueño de Ginebra
cuando Arturo, inconsciente, no admite su delirio.
Yo cuento los pasos
y presiento que existe un jardín sonoro
porque el caballo mueve los ijares
y la figura tiembla como herida de silencios.
La plaza tiene bocas y vestidos,
la plaza arrulla su victoria quieta.
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